el cobre que condujo la energía y todos los metales que bajo formas agrias y angulosas dieron cuerpo a las piezas de la máquina, que giraron con ritmo exacto y actitud sumisa, con ciega fuerza y fe no menos ciega, en provecho del hombre y de su esperanza, yacen aquí, confusos, desvaídos, sumidos en idéntico desprecio, disueltos en orín y sal, dejados de la mano que un día los creara. Podría salvarse algo todavía. Aún es posible la llegada de una segunda mano que, piadosa, restañe las heridas de la herrumbre y despliegue la caricia del aceite sobre la piel roída del acero; mas todo, en general, está perdido. El fuego igualará las ruedas y los vástagos, confundirá los muelles y los émbolos y devolverá las tuercas desgastadas a la inercia y la nada minerales, a la materia de donde surgirán otras formas limpias, puras, libres acaso para siempre del estigma fatal de la chatarra. Chatarra Ángel González